No era un espejismo: Rincón del Mar existía. Estaba en el Caribe colombiano, departamento de Sucre, y estaba el destino tan buscado por DR y yo en nuestro periplo por la costa norte de este país para aparcar las motos y disfrutar unos dias de verano playero durante el invierno itaquense. Y digo que estaba, y no que era, porque tenía los años contados como tal. Su reciente apertura como destino turístico lo convertía en un suculento pastel para los voraces inversores, extranjeros mayormente. Los propietarios locales vendían sus propiedades desconocedores de su potencial, por otra parte necesario de una inversión inaccesible para sus economías. Como en Ítaca y en tantas otras partes del mundo, se verán relegados a ser -y digo ser y no estar-, subordinados de un sector servicios a manos de aquellos a quienes entonces estaban vendiendo también su futuro. Y nuestro ejemplo no les llegaba ni sé si les hubiera servido... Rincón del Mar, descansa en paz. Como diría Sabina, perdón por la tristeza. Y leído lo leído creo que voy a cambiar de párrafo, a ver si poniendo renglón de por medio cambio de talante, que no es éste el propósito.
¡Oye, mucho mejor! No hay como un cambio de párrafo, tú. Ahora ya veo las fragatas hincando sus picos en las crestas de las olas mínimas para, en cada maniobra, más digna de golondrina que de semejante animal, cobrarse una pieza. A pocos metros una barcaza encalla su proa en la arena y una veintena de lugareños se acercan gritando a ganarse unos pesos descargando cajas de cerveza vacías, bombonas de gas vacías y bolsas de basura llenas. Y entre risas y bailes la cargan de nuevo con cajas de cerveza, llenas, de tres en tres o de cuatro en cuatro. Y después cargan las bombonas llenas y, finalmente, alimentos y otras mercaderías. El patrón les paga y se pierde en el horizonte en dirección a alguna isla recolonizada por extranjeros para descanso del turista. Entonces llega una embarcación mínima con un trozo de plástico recio a modo de vela latina y descarga su botín de pescado, langostas o camarones que nos cenamos esa misma noche. Nos cuentan que las zonas de pesca se están retirando de la costa por la sobreexplotación para satisfacer el exponencial incremento de demanda.... ¡Mecachis, otra vez! Mejor cambio de párrafo.
Esto seguía con que el Sol del atardecer se pone, visto desde la cancha de voley-playa en que aprovechamos las tardes, por detrás de la isla de Tintipán, que sólo parece arder porque al día siguiente amanece feníxmente impertérrita para ofercerse en nuevo sacrificio a los pocos turistas que aún somos y a los acostumbrados locales. ¿Y qué más contar? Bueno, pues que no tuve estómago para asistir a la pelea de gallos del domingo, por mucho coronel no tiene quien le escriba; y que quien busque un destino tranquilo y económico y tenga oportunidad no pierda la ocasión de visitar ese lugar. Cada vez existe menos, se está desvaneciendo como una fotografía mal fijada.
Estábamos en la gloria, pero nuestro tiempo en Colombia se empezaba a acabar y la burocracia y la prudencia aconsejaban desplazarse a Medellín a vender las motos, así que en un par de días laaaaaargos de carretera llegamos a la Ciudad de la eterna primavera, nos alohamos y arrancamos con las entrevistas con los potenciales compradores. DR vendió la suya primero y se devolvió a Rincón del Mar, que su cuerpo le pedía más Caribe. Yo la vendí algún día más tarde, y como mi cuerpo pedía montaña, fresco y lluvia, me fui a visitar Guatapé, ciudad colorida de zócalos requetecoloridos. Y subí su Peñón, tremendo batolito que emerge de una orilla del embalse como una monumental cabeza de ballena de granito de 200 metros. ¡Pero si hasta la zigzagueante escalera por la que se asciende, embebida en una grieta vertical hasta la cima, parece las barbas del cetáceo! Y allí estuve hasta el día antes de volar a Ítaca, pero ese día aún no existe.