viernes, 2 de marzo de 2018

De Rincón a peatones.

No era un espejismo: Rincón del Mar existía. Estaba en el Caribe colombiano, departamento de Sucre, y estaba el destino tan buscado por DR y yo en nuestro periplo por la costa norte de este país para aparcar las motos y disfrutar unos dias de verano playero durante el invierno itaquense. Y digo que estaba, y no que era, porque tenía los años contados como tal. Su reciente apertura como destino turístico lo convertía en un suculento pastel para los voraces inversores, extranjeros mayormente. Los propietarios locales vendían sus propiedades desconocedores de su potencial, por otra parte necesario de una inversión inaccesible para sus economías. Como en Ítaca y en tantas otras partes del mundo, se verán relegados a ser -y digo ser y no estar-, subordinados de un sector servicios a manos de aquellos a quienes entonces estaban vendiendo también su futuro. Y nuestro ejemplo no les llegaba ni sé si les hubiera servido... Rincón del Mar, descansa en paz. Como diría Sabina, perdón por la tristeza. Y leído lo leído creo que voy a cambiar de párrafo, a ver si poniendo renglón de por medio cambio de talante, que no es éste el propósito.

¡Oye, mucho mejor! No hay como un cambio de párrafo, tú. Ahora ya veo las fragatas hincando sus picos en las crestas de las olas mínimas para, en cada maniobra, más digna de golondrina que de semejante animal, cobrarse una pieza. A pocos metros una barcaza encalla su proa en la arena y una veintena de lugareños se acercan gritando a ganarse unos pesos descargando cajas de cerveza vacías, bombonas de gas vacías y bolsas de basura llenas. Y entre risas y bailes la cargan de nuevo con cajas de cerveza, llenas, de tres en tres o de cuatro en cuatro. Y después cargan las bombonas llenas y, finalmente, alimentos y otras mercaderías. El patrón les paga y se pierde en el horizonte en dirección a alguna isla recolonizada por extranjeros para descanso del turista. Entonces llega una embarcación mínima con un trozo de plástico recio a modo de vela latina y descarga su botín de pescado, langostas o camarones que nos cenamos esa misma noche. Nos cuentan que las zonas de pesca se están retirando de la costa por la sobreexplotación para satisfacer el exponencial incremento de demanda.... ¡Mecachis, otra vez! Mejor cambio de párrafo.

Esto seguía con que el Sol del atardecer se pone, visto desde la cancha de voley-playa en que aprovechamos las tardes, por detrás de la isla de Tintipán, que sólo parece arder porque al día siguiente amanece feníxmente impertérrita para ofercerse en nuevo sacrificio a los pocos turistas que aún somos y a los acostumbrados locales. ¿Y qué más contar? Bueno, pues que no tuve estómago para asistir a la pelea de gallos del domingo, por mucho coronel no tiene quien le escriba; y que quien busque un destino tranquilo y económico y tenga oportunidad no pierda la ocasión de visitar ese lugar. Cada vez existe menos, se está desvaneciendo como una fotografía mal fijada.

Estábamos en la gloria, pero nuestro tiempo en Colombia se empezaba a acabar y la burocracia y la prudencia aconsejaban desplazarse a Medellín a vender las motos, así que en un par de días laaaaaargos de carretera llegamos a la Ciudad de la eterna primavera, nos alohamos y arrancamos con las entrevistas con los potenciales compradores. DR vendió la suya primero y se devolvió a Rincón del Mar, que su cuerpo le pedía más Caribe. Yo la vendí algún día más tarde, y como mi cuerpo pedía montaña, fresco y lluvia, me fui a visitar Guatapé, ciudad colorida de zócalos requetecoloridos. Y subí su Peñón, tremendo batolito que emerge de una orilla del embalse como una monumental cabeza de ballena de granito de 200 metros. ¡Pero si hasta la zigzagueante escalera por la que se asciende, embebida en una grieta vertical hasta la cima, parece las barbas del cetáceo! Y allí estuve hasta el día antes de volar a Ítaca, pero ese día aún no existe.

sábado, 17 de febrero de 2018

...vengo volando, ...voy volando.

.el Sol se puso cuando llegamos a Rincón del Mar (departamento de Sucre) después de más de cinco horas en las motos con el Sol de cara y rachas de viento de costado. Conduciendo, la resaca se expandía en el nulo espacio que queda entre el casco y mi cráneo, así que volvíamos como buenamente podíamos de Barranquilla, donde nos habíamos reencontrado con LD y ES, dos amigos que conocimos en España cuando, hace más de 10 años, volaron desde su Colombia buscando mejorar sus condiciones de vida. Lo consiguieron, pero así son las condiciones de vida: otra vez se volaron de sus manos. Y de nuevo volaron, las condiciones y ellos, esta vez a la cálida Escocia. Y ya no sumaban un par, sino dos, cuando se volvieron a Barranquilla desde donde, después de hospedarnos en su casa y compartir con nosotros cuanto tenían, nos despidieron emotivamente. Atrás quedaron dos noches de parranda carnavalera regada con aguardiente de Antioquia y rumba callejera únicamente interrumpidas por un día del diablo con los ojos estériles por no admitir las cantidades ingentes de espuma en bote y harina en mano que yo, erre que erre... Y al día siguiente, yo (o el personaje que habito, o que me habita), que no me disfrazo ni en Carnaval, me eché unas insuficientes gafas de sol sobre las cuencas hinchadas de mis ojos y cubrí el conjunto con mis manos para que ES me condujera, no sé por dónde, a la dirección donde encontrarme con NA, una desconocida buena amiga que me devolvió mi tarjeta de débito y la copia de mi pasaporte que se encontró la noche anterior en el bar la Troja, y de paso me presentó a uno de sus compañeros de viaje, presente e invisible a mis ojos, al que un pájaro (o quizá el mismo que a mí) le había volado la cartera también, pero en su caso con más pasta que a mí y con menos suerte que yo; y a otro compañero más, también presente, invisible a mis ojos, e invidente también, al que le habían ocupado el nulo espacio entre los ojos y los párpados con la misma pasta que a mí.
Y aunque ese no hubiera sido el plan inicial cuando volamos de Rincón del Mar por primera vez, así fue como podría haber acontecido.

lunes, 5 de febrero de 2018

Timbales, chalupas y centellas.

La Brisa Loca araña su espalda contra los tejados de Santa Marta, y aspira en frenéticos tirabuzones las bolsas de plástico y los papeles abandonados hasta un cielo tan próximo, y agita las palmeras y despeina sus penachos. Un día también se llevó consigo las manchas de tres girafas negras que ahora se gozan a la ventolera de percusiones caribeñas. MF, JX y MM renegaron de su soledad incompleta y tomando sus crías de caimán en la boca se hicieron dueñas orgullosas de sus aciertos y de sus errores.

Al otro lado de la ciénaga está Barranquilla; ambas atravesadas con la misma celeridad sin casi detenernos. Quizá, sólo quizá, volvamos por su celebrado Carnaval. Entonces, si es, será otra historia.
Lo que sí que ya es historia fue Cartagena de Indias: sobria y colorida, solemne y desenfadada, tórrida y fresca, peligrosa y amable. Si la bruma ensordeció su atardecer desde los bastiones de su histórica muralla, los muros acristalados de los rascacielos resonaron anaranjadamente insolentes retrasando lo inevitable. A esas horas, y por primera vez, los visitantes caminaron en la misma dirección. Al ponerse el Divo por el horizonte, y por última vez, los visitantes caminaron en otra misma dirección.

A la mañana siguiente, con su entrópico orden recuperado, Cartagena de Indias nos sopló, viento en popa, a Isla Grande, en el PNN Islas Corales del Rosario y San Bernardo. Sólo playas de fina y blanca arena coralina, aguas azul turquesa, vegetación de manglar y cocoteros. La Isla Grande es lo uno y no lo otro: isla, es; pero grande no. Un par de kilómetros de largo por medio de ancho, metros más, metros menos. De hecho, alquilamos un kayak de dos plazas y le dimos la vuelta en unas tres horas de navegación, cervezas aparte. Las cervezas con más atractivo narrativo para el escritor fueron las que nos sirvieron desde un yate. La vaina -como dicen aquí-, es que buscábamos el avión de Pablo Escobar hundido en la costa hace años para sevir de atractivo turístico como pecio. Y nos atrajo, pero su ubicación variaba con el interlocutor, así que cuando el mandamás de una lancha con turistas haciendo buceo con gafas y aletas a la que nos acercamos a preguntar nos dijo que "allá mismo, entre esas dos balizas en el fondo del mar", pues allá que pusimos rumbo. El punto en cuestión ya salía de la bahía natural en que estabamos, y se veía cierta animación en las olas que superaban la línea de arrecifes coralinos que proteje la costa; aunque se veían más que controlables. El pero fue otro: una vez allí, con las olas superando la cubierta de nuestra modesta embarcación, empezamos a perder flotabilidad. O en román paladino, nos estábamos hundiendo. Abrí la escotilla de la especie de bodega que es la que echa cuentas con Arquímedes y comprobé que estaba inundada. La escotilla no sellaba bien y las olas venían para quedarse. Con un peso en movimiento como esos 200 litros de agua balanceándose en la barriga del kayak, el equilibrio se hacía imposible, asi que intentamos acercarnos a la costa. Los de la orquesta del Titanic al menos hicieron algo, porque nosotros... En esas que aparece un yate de unos 6 metros de eslora, viento en popa, con equipo de alta fidelidad a todo trapo y unas parejas de poligoneros venidos a bien bebiendo realmente y bailando artificialmente. Eso sí, nosotros más que agradecidos, aunque se pasaron de no frenada y, sutilmente, consumaron nuestro anunciado vuelco. Ya náufragos, nos echaron un cabo que atamos a la proa sumergida de nuestro artefacto y nos remolcaron hacia la cercana costa, con DR cogido como buenamente podia al inexistente asidero de popa y yo como mascarón de proa enroscado al cabo,  también como buenamente podía y a ratos debajo del agua, a ratos fuera. En algún instante saqué la cabeza más de lo normal y vi que desde la jolgórica cubierta me ofrecían una lata de cerveza. Naturalmente asentí, la dejaron caer al agua, la atrapé de milagro, pensé que sería poco probable lograr reunirme con DR, la abrí, bebí mi mitad y, con la mano libre, pretendí deslizarme hasta popa y compartír el botin. Pretendí. Pero, eso sí, el testigo llegó a DR. Y yo pasé de largo, obligando a nuestros generosos salvadores a retornar, y ahí ya nos ofrecieron abordar y beber. Y ya de paso, bailamos. Nos dejaron en una playita, achicamos el agua y bla, bla, bla... ¡Ahhhhhh, nooooo, esperad!, que resulta que el hioeputa -como dicen aquí- que nos envió a las balizas a ver el avión sumergido, estaba comandando una excursión para visitarlo. ¿Adivináis dónde? Pues sí, en el mismo lugar en que le preguntamos. Palabríta del niño jesús, que luego de achicar nos indicaron en un hotel próximo que era alli y allí fuimos y allí lo vimos sumergido. ¡¡Hioeputa!!

En la misma isla, la Laguna Encantada no es lo uno y sí lo otro: está comunicada con el mar y su agua es, obviamente, salada, y hay en ella un plancton luminiscente que se activa con su moviento como si fuese una creación del mismo Disney. Ya atardecido, el cielo caliente se reflejaba en su espejo y desde el pantalán de madera se veía de fondo la islilla que casi la confina. Enmarcando la estampa, la vegetación de manglar entrelazada levantaba una bóveda viva y parecía flotar en el aire de puntillas sobre una maraña de raices aereas, un cementerio de esqueletos de torax de mamut hincados en el lecho mullido. Esperamos, y ya entrada la noche aún ausente de luna me interné en la laguna escoltado por todas las chiribitas marinas del mundo, que se agitaban en mis brazos como diminutas luciérnagas incandescentes, saltaban sobre mí con el agua que despedían mis mágicas brazadas y nacían en líquidas nebulosas a cada patada de mis pies. Nadé así un centenar de metros hasta el centro de la laguna y me detuve entre las oscuridades del cielo y del agua. Por estar allí, una esfera tililante de astros y plancton me rodeaba.

jueves, 1 de febrero de 2018

Diario samario.

Piratas no, pirañas del Caribe es lo que son. A partir de ahora huiremos de la policía por delincuentes. No, nosotros no; ellos. Pero eso es otra historia... Perdón, son. Son otras historias.

Parece que hace ya mucho desde que dejamos Palomino y nos fuimos al encuentro de mi padre y C a Santa Marta a través de la lluvia que cercaba el PNN Tayrona, pero no hace tanto. No sabría decir cuándo fue, como tampoco pretendemos saber qué día es hoy. Apenas 2,018 milenios después de. El caso es que hubo alegría y bendecimos las mesas generosamente servidas por KC. Hospitalidad samaria de la de acá, no de la otra. Y no del tan acá, que es chilena de nacimiento y samaria de adopción. Y entre besos, sabores y calores pasaron los días hasta que nos despedimos de los mios y seguimos con nuestro zigzagueante periplo que nos llevó a Ciénaga, donde se celebraba la edición anual del Festival del Caimán. A veeeeer...., intentarlo lo intentamos, pero DR y quien os atormenta no somos muy de folclore, así que después de dos representaciones de la misma obra musical nos miramos y no hubo que decir más.
Al día siguiente entramos en la Sierra Nevada de Santa Marta y nos condujimos hasta un poco más arriba de Minca, al hostel La Fuente, a unos 700 m.s.n.m. Nos alojaron en un tipi para cuatro únicamente ocupado por nosotros, y tanto efecto nos hizo que al día siguiente nos dejamos llevar por un impulso irrefrenable de hacer el indio. ¡Y vaya si lo hicimos!, que cabalgamos nuestras escuálidas monturas hasta los 2000 m.s.n.m por todas esas montañas de verde selva sin evitar una sola cascada en que sumergirnos. Y vimos el atardecer mecidos en la inmensa hamaca de la Finca Elemento. Y seguimos nuestro camino.

También nos fuimos un par de días al PNN Tayrona, abandonando las motos en su aparcadero, a recorrer el bello sendero que conduce a los poblados indígenas de Pueblito: el resto arqueológio y el que los Koghi de ahora habitan con resignada apatía hacia el insistente visitante. Lo hicimos acompañados de NH, viajera de mil orígenes que apuntaba atenta las melodías de las aves, bestias y paisajes que inspirarán su próxima canción. Silbamos, cantamos, sincopamos, y siguió su camino. Y nos desnudamos en playas nudistas y en otras playas, tentando tremendas olas con nuestra diminuta desnudez. Y salimos airosos de tamaña desproporción bajo la mirada indiferente de las magnificas formaciones de batolitos grises y de la frondosa vegetación selvática que cercan esas mágicas playas de color vainilla. Y otra vez más nos fuimos. Otra vez a Santa Marta, que tan bien nos trató. Pero eso, ya sabéis..., eso será otra historia. O no lo será.

miércoles, 17 de enero de 2018

¡Agua a la vistaaaaaaa!

A ver si me acuerdo de esto, que lo tengo muy abandonado...
Íbamos de camino al Caribe, descendiendo hacia el Norte, ¿no? Supongamos que sí, pero con la diferencia de que el viaje se tornó en destino, no en camino, y así se sucedieron cinco jornadas de pura carretera, cada vez más ámplia, más llana, más recta, más calurosa. Y menos verde, menos sorpresiva. Pero añadiéndo paisajes a Colombia: humedales, llanuras de pasto, más desierto,...
"¿Voy bien para Mariquita?", preguntaba DR a un paisano, o "Estamos buscando Distraccíon y no la encontramos", a lo Rolling Stone. Sí, como Bart Simpson en su tercera adolescencia, cafres de puro hastío del sólo conducir rectas. Perdón, quise decir recta, que fue una, como uno es el surco de un disco de vinilo. Pues eso: Mariquita, Curumaní, Distracción y un hotel más, no sé dónde, hasta llegar a las Cuatro Vías, un cruce de caminos en medio de la nada donde se trafica masiva, pública e impunemente con gasolina y cerveza traídas de la vecinísima Venezuela. No hay gasolineras en cien kilómetros, así que rellenamos los depósitos con un tanque comprado a un precio ridículo. Ni coste de oportunidad, ni capitalismo ni leches, sino estar al otro lado de la frontera. Eso y la inestimable colaboración de la policia (buen orden de la cosa común, he llegado a leer buscando su etimología), que igual deja atravesar la frontera a una camioneta cargada de bidones de gasolina y cajas de cerveza, que ayuda a la regenta del hotel a dilucidar la extraña conversión de un billete nuevo, recién salido del banco, en un cochambroso papel que, a vista del agente, primero fue legal y, ante la insistencia de la señora, pasó a ser ilegal y convenientemente requisado. Requisado y custodiado en el bolsillo del diligente y pragmático funcionario, que mediando con su presúntanente presunta cara dura entre nosotros, nos recomendó compartir la "pérdida" solidariamente. "La señora tendría que haber comprobado la autenticidad del billete en el momento que se lo entregué, no media hora después, así que si abandona la cadena de custodia, que responda ella", dije; y me fui a dormir. El agente me dió la razón frente a la señora, que entendía en forzoso silencio cómo había roto dos veces en una sola noche la cadena de custodia de su billete.

Mucha crema solar después, el desierto que es la Guajira se hundió en el Caribe. Así, sin avisar con palmeras ni Hiltones. Nada. Desierto, desierto, desierto, agua y chimpún. Hala, ya estamos en el Cabo de la Vela, paraíso para kite-surfers y animales de sangre fría. Viento y calor. Resistí un par de días por comer pescado y pusimos rumbo a Palomino evitando alguna carretera con mala prensa. Palomino es un pueblito costero masificado por el turismo extranjero por su microclima y por estar ubicado en las puertas de la Sierra Nevada de Santa Marta (con picos de hasta 5775 m.s.n.m. apenas a 45 km del mar y joyas como la Ciudad Perdida) y del Parque Nacional Tayrona, cuya visita espero poder contar en unos días. La excursión a la Ciudad Perdida la excluímos por muy cara (dos tickets de entrada equivalen a la mitad del valor de compra de las dos motos). De entre lo que sí pudimos permitirnos, me gustó la bajada con neumático de camión como flotador por el tramo bajo del río Palomino, caracoleando valles selváticos mecido por el ritmo perezoso de su corrientre durante unos siete kilómetros hasta mezclarse con tibia agua salada en su desembocadura. Puro relajarse empapándose de paisaje y sonidos durante un par de horas. Y también la Quebrada Valencia, una cascada con pozas intermedias, todas ellas atestadas de turistas colombianos en vacaciones postnavideñas. Sobraban todos  los turistas menos yo.

Y hablando de menos yo: me voy a dormir, que ya no van siendo horas.

viernes, 5 de enero de 2018

Nuestras vías son los rios...

...que van a dar en el Caribe, que es el ¡¡¡ASÚCAL!!!

Para ser sincero, con un poquito menos de entusiasmo, que yo soy más de montañas, selvas, cataratas, lluvias, fríos secos y carreteras reviradas. La cuestión es que estamos en un pueblito en las puertas del Desierto de Tatacoa que, aunque de relativamente poca extensión, no deja de ser un desierto entre la selva y el Caribe, ahí es ná. Como desértico fue Popayán la Nochevieja y el día de Año Nuevo. ¡Oye, tú, ni un alma! La gente del lugar lo celebra cenando y comiendo recogidos, y visistando familiares de casa en casa. Pero yo, por eso, tampoco guardo rencor, y el casco histórico de Popayán es un magnífico conjunto de arquitectura colonial de distribución en cuadrícula obsesiva, calles anchas y claustros y fachadas uniformemente pintados en blanco. Lo que se dice un laberinto en el que no hay quien se ubique de pura monotonía inanimada por esas fechas. Si llegamos a saberlo antes, prolongamos la estancia en Cali y vamos a Popayán el día 2, pero como no llegamos a saberlo antes... En vista de que ni el eco nos felicitaba el año, tomamos camino de San Agustín cruzando la cordillera andina central por otra de esas carreteras descubiertas tan llenas de encanto como de barro y piedras, y que corona en una atalaya que ofrece otro de esos inmemorables paisajes que alimentarán mi olvido. Ya en el valle visitamos los sitios arqueológicos de San Agustín, con estatuas indígenas milenarias dispuestas a modo de viacrucis a lo largo de un recorrido por la selva que les sirve de museo. Y también dimos otro tumbo hasta el estrecho del río Magdalena, una rabieta de la montaña con poco recorrido (en tiempo geológico) que estrangula, porque se deja, al río, pero que mientras a éste le dure la paciencia seguirá resultando singular. Y así las cosas, nos descendimos más hacia el Norte siguiendo su cauce hasta Villavieja, que nos ha servido de base para cruzar, ida y vuelta, el Desierto de Tatacoa: concreto, discreto, con formaciones acarcabadas rojas y grises, y rodeado del verde esmeralda que viene siendo Colombia. Y qué firmamento...

¡Se me pasaba un chisme viajero! No alcanzaron a verme pero a DR sí y, ante tamaña sanción, el navideño agente tuvo a bien quitarle cobre al asunto. A cambio de un poco de asúcal.