Para evitar el aburguesamiento natural al que tendíamos en el Hostal La Laguna, decidimos proseguir camino y ascender al albergue Potosí, a 3900 m.s.n.m., para hacer una caminata hasta la laguna de Otún en el Parque Nacional de los Nevados. Nuestro plan continuaba con bajar al balneario de aguas termales de San Miguel, en Santa Rosa de Cabal, a unos 1700 m.s.n.m. Hoy pretenderé contar lo que nos aconteció. Vamos a ver:
Sangre hubo, la de K, un perro atacado por un puma según especulaciones de su joven dueño que minutos antes había ordenado a su hermana que me ofreciera un chocolatico calentico mientras yo esperaba a que DR volviera de llenar su depósito de combustible. DR dudaba que lo que le quedaba le diera para semejante ruta alejada de coberturas telefónicas, gasolinéricas y demás ilogísticas, así que se volvió y yo me quedé donde estuviéramos, que no era cuestión de echarle más kilómetros a los cachivaches que nos sirven de montura.
Una vez chocolate en mano, me percaté del rastro de sangre que dejó en su breve recorrido el animal, que pasó despacio y familiarmente entre nosotros, tambaleándose, y se condujo a un arbusto en el jardín y allí se echó. A decir verdad, yo sé de pumas lo que ellos de mi desayuno, pero la realidad es que K tenía el cuello destrozado con cuatro o cinco cortes de los que manaba la sangre a borbotones; otro en el pecho, que dejaba ver una de sus costillas; y otros menores en pata y cara. No tenían dinero para veterinarios ni sabían qué hacer, así que en cuestión de minutos me vi esterilizando al fuego una aguja de coser y bañando hilo de algodón en alcohol. En algún monento, casi 25 puntos de sutura después, DR regresó. Mientras, K, bravo y noble, compañeramente agradecido, se dejaba hacer sin apenas lamento. "Señor TT, es usted un lisensiado", dijo la abuela de los jóvenes, también agradecida. "El tuerto es el rey", me pensé yo entre orgulloso y escéptico. Al acabar le aplicaron café molido en el cuello para detener la hemorragia que volvía a brotar cuando se movía y, así las cosas, nos fuimos.
Y hubo sudor. Primero el de las motos que, por mucha gasolina que les quedara, a esa altitud tampoco encuentran el oxígeno que necesitan y tuvimos que ayudarlas en algún tramo escarpado, aunque fuera bajándonos para acompañarlas a su lado como muleros; y al día siguiente el mio, que amanecimos con mi rueda delantera desinflada de nuevo y no respondió a la espuma antipinchazos de la que nos habíamos pertrechado tras la nefasta experiencia hasta Supía. Si no quería una taza, encima, dos. Pero esta vez a 3900 m.s.n.m., y con el taller más próximo en Santa Rosa de Cabal, a 1715 m.s.n.m. En román paladino: me esperaban 54 km de ruta por una pista forestal de la que no queráis saber más, con unos 2200 metros de desnivel y con la rueda delantera absolutamente desinflada. Esa experiencia de cinco horas, para quien la quiera. Y para qué voy a contar más.
Y al final hubo lágrimas, pero de agua y daban gusto. En chorro, en cascada, en piscina..., hasta del cielo hubo. En defintiva, en el balneario al que tendría que haber llegado de una pieza, pero así fueron las cosas. Cosas más, cosas menos.